martes, 19 de mayo de 2009

Vigésimo sexto día (V)

190509

En diez días se cumplirán cinco años de la muerte de V. Cinco años que han pasado muchísimo más rápido de lo que nunca creí, tal vez porque ahora soy otro, muy diferente a ese que, cinco años atrás, sufría porque la mujer que más amaba estaba internada en una clínica muy lejos de él. En esa época, 2004, V llevaba ya un año viviendo con su papá y estudiando medicina en Bucaramanga. Éramos novios desde hacia tres años aunque cuando se fue decidimos “terminar con todo”. Nunca pudimos terminar, de hecho, ese amor que sentíamos creció exponencialmente con la distancia, todo era una especie de idealización, una idea de lo que el amor debía ser de verdad, un amor que ni siquiera el otro podía arrebatar. La última vez que nos vimos, unos tres meses antes de que muriera, ni siquiera nos besamos, no porque no quisiéramos sino porque habíamos decidido, nuevamente, terminar. Después extrañé ese beso, pero como saberlo entonces.

La noticia de su muerte me golpeó como un bate un sábado en la mañana, cuando la llamé y me contestó su mamá con una voz que no era la misma. Durante los quince días que estuvo en la clínica habíamos logrado hablar en un par de ocasiones. Me decía que le dolía todo pero que ya estaba bien, que no quería que la viera porque estaba fea y porque a mí me iba a doler mucho verla así. De ese último día no recuerdo mucho, una voz diciéndome con muchos rodeos que hubo un problema, que las cosas se habían complicado, que los médicos habían hecho todo lo posible… después nada, estática, en mí. El primer mes fue difícil, pero poco a poco me fui “acostumbrando” a esa incomodidad, a vivir con un vacío en el pecho que pensé nunca iba a volver a llenar. Aunque después fue N, aunque ahora es L.

El libro favorito de V era Rayuela. Le encantaba. Odiaba a Horacio por haber dejado ir a la Maga, se aburría con las conversaciones del Club de la serpiente porque ella no escuchaba jazz y lo metafísico no le importaba. V era la Maga. Estaba perdida en medio de todos, en la mitad del mundo, era la mejor y ni siquiera lo sabía, ella era Lucía saltando a un río, ella era l’enfant Rocamadour, un espejo, esos ojos verdes, una carta sin marcar, el juguete nuevo, la visita que hay que hacer. Desde hace cuatro años a finales de mayo, en lugar de estar triste o visitar un cementerio para dejar flores, leo Rayuela. Creo que es el mejor homenaje que puedo hacerle a V. Leer una y otra vez, cada año repitiéndolo como si se tratara del mantra perfecto, de la edición original de la Editorial Sudamericana que tengo y que ella envidiaba tanto. Esa edición perfecta que conseguí, aún tengo la factura, un 18 de noviembre de 2003, el día que cumplíamos dos años. Dos años que fueron tres, tres que ahora serán ocho.

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