domingo, 30 de agosto de 2009

De un hilo

En pocos días algo que aprecio mucho se va a romper e incluso es probable que se caiga en la calle y lo pierda, para siempre. No me preocupa, no quiero que se rompa pero no me preocupa. Hace ocho años una mujer que pensé iba a estar conmigo para siempre me regaló una simple manilla hecha con hilos de tres colores, de esas patrióticas que venden en terminales terrestres y aéreas. Tres años después ella moría en un día de mayo y yo, lejos de ella y de todo, moría también un poco. Ahora, cinco años después de eso la delgada manilla pende de un hilo, de un hilo rojo para ser más exacto. Primero desapareció el azul, después el amarillo se hizo cada vez más escaso hasta que ahora el rojo está a punto ceder. Es difícil verla desaparecer, que V ahora sea sólo un recuerdo o una manilla deshaciéndose y es tal vez por eso que no me preocupo. No me preocupo porque ese desapego último, ese hilo que se rompe es un click necesario y un buen comienzo. Alguien a quien quiero mucho me dijo hace poco que era un cobarde y que me escondía detrás de plazos, de letras y de excusas. Es verdad, y es verdad también eso otro que me dijo y que me remite a todo esto que estoy diciendo, al hilo a punto de romperse y la necesidad de dejar ir. Esta manilla es un recuerdo constante, un lazo que ata y ahora que se rompe, que no se resistiría el más mínimo tirón, no me preocupo porque sé que es un obligatorio paso hacia el frente. El paso que debí dar cinco años atrás, el paso que quiero dar todos los días. No más puntos suspensivos.

jueves, 27 de agosto de 2009

049

Otro rostro. Más máscaras. Todos quieren, todo queremos, ver lo que hay debajo de las máscaras. Ver lo que una máscara oculta como si allí radicara la verdad. Bajo la máscara creen, creemos, encontrar una revelación, algo que sea tan hermoso y único que nos dé esperanza. Esperamos encontrar bajo todas las máscaras algo bello e infinito, una visión del cielo que nos recuerde también que no todo es malo y que hay un dios en el cielo que es más que un símbolo. La vana esperanza de que, tal vez, debajo de esto que llamamos rostro, y no es más que una máscara, haya algo más y no una simple abismo infinito.

domingo, 23 de agosto de 2009

Verano


Hace unos días, a instancias de alguien a quien quiero mucho, realicé un ejercicio que se basaba en los diferentes viajes de la mente. Uno de ellos, uno de los viajes, era el de la memoria. El viajar de la mente hacia el pasado. El espejo de la memoria es como un gigantesco espejo de feria donde creemos vernos fielmente reflejados. El problema, a veces es un problema, es que nunca vemos las cosas como realmente fueron. La claridad de este espejo se ve, entonces, enturbiada por la bruma de los años o de la conveniencia. Recordamos fragmentos distorsionados por ese gran espejo de feria y, si, hay detalles que se vuelven más vividos y nunca el pan recién hecho va a saber ni a oler tan bien como esa vez cuando tenías ocho años y tu abuela cocinaba sólo para vos. Ninguna caída va a doler tan poco ni ninguna cicatriz se va a mirar con tanto cariño. Los besos van a ser siempre los primeros y las decepciones se van a sentir como si fueran únicas, únicas e irrepetibles. Vale la pena preguntarse si en realidad sería bueno recordar nuestro pasado como si lo estuviéramos viviendo ahora. Recordar como en una película, fundido a negro y luego, la memoria es sepia, empezar a ver a la multitud de extras que poblaban nuestro días. Recordar las primeras letras, las idas al colegio y una paleta de mango biche mientras se jugaba en el recreo, bajar rodando una montaña y encontrase con la sangrante felicidad de una herida, creer y tener la seguridad de que eso que se está sintiendo es único y para toda la vida. Lo mejor viene cuando vemos fotos viejas, porque es allí cuando el espejo pierde eficacia y quedamos expuestos. Cuando vemos fotos nuestras nos sentimos un poco como extraterrestres y se nos hace difícil reconocernos tras todo eso que una vez fuimos. Pantalones y camisas excesivamente cortas, peinados fuera de este mundo copiados de catálogos ochenteros de peluquerías de barrio. Es difícil reconocer también esa sonrisa sincera y sin preocupaciones que reluce desde un papel brillante, a veces mate. Es difícil también mirar a esos ojos que habían visto tanto y tan poco, a esos ojos que miraban fijos y curiosos a una cámara esperando el flash que los sacara de esa inmovilidad impuesta, de la sonrisa que queda luego de decir whisky tantas veces. Nunca seremos más auténticos y parecidos a nosotros que en la niñez, nunca volveremos a mirar todo con ojos nuevos como cuando un día de verano nos perecía eterno y no habrá espejo en el cual verse reflejado, no habrá foto que resista al paso del tiempo.

viernes, 14 de agosto de 2009

364

Otro rostro. Más máscaras. Más máscaras o ninguna. Imaginar entonces un mundo sin máscaras, sin simulacros sobre nuestros rostros. Sin forma de esconderse de las miradas que se clavan sobre los ojos, sin manera alguna de evitar ser reconocido. Un mundo sin matices y donde todo significa lo que es, lo que se muestra, donde todas las cosas son simplemente eso, todas las cosas; donde todo es significante sin significado. Pronto esta visión del mundo se derrumba, porque nadie soporta ver la verdad en su rostro y en el de los demás, como si esta se repitiera en un único y gigantesco espejo de feria. Pronto todos agacharán sus miradas al suelo evitando verse a los ojos; pronto alguien encontrará un perfecto trozo de madera con dos agujeros equidistantes, lo tomará entre sus manos y sentirá después el frío de la madera junto a sus mejillas, más tarde alzará triunfante su mirada como si contemplara un gigantesco monolito negro caído del cielo.

domingo, 9 de agosto de 2009

Silencio


Hace algunos años vi una película que se convirtió, fácilmente, en una de mis preferidas. Recuerdo que la vi en uno de los múltiples canales de cine que abundan en los cables y que era una película para televisión, sin ningún artificio ni truco para la gran pantalla. “El silencio del mar” contaba la historia de una familia del norte de Francia que debía hospedar a un oficial nazi durante la ocupación alemana. Padre e hija acogieron al alemán a regañadientes y juraron no hablarle sin importar lo que pasara. El oficial alemán usualmente dedicaba parte de su tiempo hablándoles, así no les contestaran, y tocando el piano construyéndose a si mismo como un “gentil ocupador”. Por obra y gracia del tiempo, alemán y francesa, interpretada por la hermosísima Julie Dellarme, empiezan a mirarse más de cerca, a mirar en el otro cosas importantes y prados verdes. Pero está eso del silencio y ella lo sabe y él lo intenta romper. El alemán la busca y la toma de las manos y la mira a los ojos, azules como espejos de agua, pero ella no puede o no quiere, que en ultimas es lo mismo, y huye. Después entra a la resistencia francesa y empiezan los atentados contra los oficiales de la ocupación. La resistencia planea un golpe contra su alemán, por que ahora es suyo y lo quiere en silencio, y ella lo sabe y ahora hay una bomba bajo su carro. Antes él se ha despedido, ha pedido ser reubicado al frente oriental para dejarlos en paz y ella no quiere que se vaya, no quiere que se monte en un carro a punto de estallar en pedazos. Cuando él va a despedirse de ella prefiere no hacerlo, no toca su puerta, aunque ella está despierta y lo espera, y baja las escaleras. Ahora, lo más hermoso, él sale de la casa y se dirige así su automóvil, tiene prisa, entonces escucha una puerta tras de él y, si, es ella. Es ella que lo mira y en esa mirada, con ojos azules que son como dos espejos de agua, está toda ella, está el principio del mundo, todo el amor contenido. Ella lo mira, con esa impotencia elocuente que es el silencio, mientras las lagrimas le recorren el rostro y una explosión alumbra el cielo. Él la mira entonces y allí también está todo, la rabia y la impotencia de verla y que no importe, que no hable así se lo diga todo con esos ojos que, sí, son azules como espejos de agua. Después la historia sigue y él se marcha sin despedirse, por que las cosas están dichas aunque no se hayan escuchado ni una sola palabra, y ella continúa en la resistencia y, creo, los nazis ganan la guerra tras unos pocos años.

El silencio, y a muchos nos pasa, es algo que a veces pretende ser elocuente. A veces tratamos de no usar palabras y demostrarlo todo, tratando inútilmente de dejar de nombrar, desconfiando de la palabra. El silencio, mirar a los ojos, mirarla a los ojos, y pretender que ninguna palabra sería capaz de definir lo que se siente. Mirarla a los ojos, tocar su rostro y sentir esa justa tibieza, y, de nuevo, no decir nada, dejar que el silencio, con su inútil elocuencia, hable por los dos. Silencio y un paisaje blanco.

viernes, 7 de agosto de 2009

280

Otro rostro. Más máscaras. Un antifaz ahora. Un antifaz como la mitad de una máscara, suficiente para ocultarnos y suficiente para mostrarnos tal como somos. Un antifaz sobre los ojos para, así, no mirar a los de los demás. Los antifaces usualmente vienen acompañados de buenas intenciones, vemos un poco de piel y no nos importa el resto. De buenas intenciones está lleno el camino al infierno y de máscaras adornadas sus paredes. Se podría creer, y son suficientes los argumentos para hacerlo, que al ser relativamente escasa la parte del rostro que cubre, el antifaz es una forma de escape hacia el mundo. Al no estar cubierto totalmente el rostro somos más nosotros de lo que seríamos de cubrirnos total y absolutamente la cara con una máscara corriente. De allí deriva la creencia, popularmente extendida entre nuestros pueblos, de que es mejor medio rostro por ver que ninguno para mostrar. Lo malo de la sabiduría popular es que, a pesar de tener cierto fondo de verdad, se queda en los márgenes y no explica situaciones. No explica, por ejemplo, que ese medio rostro que se ve está tan deformado por el peso del antifaz como lo estaría bajo una máscara, que esos labios que se ven tan normales en realidad se retuercen bajo un dolor indecible. El resultado siempre va a ser el mismo mientras se esté bajo algo, bajo el dolor o bajo una máscara, bajo un yugo que deforma cuerpos y mentes, bajo cualquier influencia.

Entonces es cuando la matemática queda fuera de lugar y un antifaz no es la mitad de una máscara, un antifaz es una máscara tan grande como cualquier otra.

jueves, 6 de agosto de 2009

Un día en el campo

Sólo hace falta dejarlo todo por unas horas para darse cuenta. Únicamente irse un rato a un lugar donde no haya nada parecido a lo que conoces. Irse al campo un día y quedarse un rato, junto a un camino destapado que recorren personas con pies desnudos. Sólo hace falta eso para darse cuenta que en lugares así el tiempo fluye de una forma diferente, más lento, como un domingo caluroso cuando teníamos ocho años.

Hace unos días estuve en un pequeño pueblo, una carretera larga bordeada de casas, a un par de horas de Cali. Juego de dominó en la mañana y caminar después casi cuarenta minutos en la tarde bajo un sol que quema para llegar al río. En los pueblos el tiempo se va caminando, mientras todos te saludan y los viejos regresan del trabajo luego de pasar el día sembrando o cosechando algo, mientras los jóvenes esperan una llamada de la ciudad que les dé el trabajo que buscan y los separe de su pueblo hasta el fin de semana. Un pueblo solitario porque entre semana todos los que pueden trabajar viven en la ciudad y los que se quedan es porque aún no han conseguido algo. A los niños los cuidan los viejos mientras sus padres están lejos y corren descalzos entre las piedras para jugar con una manguera. Parece un lugar feliz, un lugar sin preocupaciones pero, como siempre, la procesión va por dentro. Es como si supieran lo inevitable del ir y volver a la ciudad, evitar los carros cuando donde viven sólo hay unos cuantos, hundidos hasta el cuello en otras urgencias. Volver a un pueblo donde todos te conocen por tu nombre, donde no se es menos que nadie, donde pueden ver ese río grande que fluye siempre y un tiempo lento que trascurre igual.

domingo, 2 de agosto de 2009

Blowin’ in the wind

Llega agosto y con el mes algo increíble. El cielo de esta caliente ciudad se empieza a llenar de cometas. Cientos de cometas, unas junto a otras, sin enredarse sus cordeles, manteniéndose elevadas y estáticas sobre un fondo azul.

La felicidad también puede ser eso, una pequeña mancha roja unida a vos por metros de piola, a merced del viento. La mirada fija al cielo y no pensar en nada más, sin que importe que esa cometa finalmente logre librarse de esa cuerda que la ata, sin que importe tampoco que vuele lejos y caiga junto a otra persona que, talvez, la vea como la veías y busque un poco de pegamento y papelillos de colores para repararla un poco. Algunos ajustes y la cometa, tu cometa, está lista para volver a volar, para mantenerse estática en el cielo nuevamente junto a cientos de cometas, y un día, es probable que levantes al cielo la mirada y reconozcas en un azul tapizado por pequeños puntos de diversos colores, a una pequeña mancha roja que hace que tu corazón se arrugue y el estomago te de vueltas, como cuando el amor es inminente, y la sigues viendo mientras en tus audífonos suena Olsen Olsen o una canción de Juana Molina. Luego ves como la cometa desciende poco a poco y no hacés otra cosa más que desear que el cordel se rompa y que la cometa, tu cometa, vuele y caiga junto a tus pies. Es probable también que después encuentres una nueva que vuele igual, aunque sea de otro color, y las cosas pueden ser diferentes a pesar de que siempre le vas a temer a la fuerza del viento, a la calidad del cordel que en cualquier momento se podría reventar aunque lo bonito sea eso, no saber, no tener la más mínima idea si las cosas van a funcionar, desconocer si va a volar lejos de vos en el preciso instante que esté en el aire o si se va a quedar contigo para siempre. No saber, sólo verla volar y estar cerca.