jueves, 6 de agosto de 2009

Un día en el campo

Sólo hace falta dejarlo todo por unas horas para darse cuenta. Únicamente irse un rato a un lugar donde no haya nada parecido a lo que conoces. Irse al campo un día y quedarse un rato, junto a un camino destapado que recorren personas con pies desnudos. Sólo hace falta eso para darse cuenta que en lugares así el tiempo fluye de una forma diferente, más lento, como un domingo caluroso cuando teníamos ocho años.

Hace unos días estuve en un pequeño pueblo, una carretera larga bordeada de casas, a un par de horas de Cali. Juego de dominó en la mañana y caminar después casi cuarenta minutos en la tarde bajo un sol que quema para llegar al río. En los pueblos el tiempo se va caminando, mientras todos te saludan y los viejos regresan del trabajo luego de pasar el día sembrando o cosechando algo, mientras los jóvenes esperan una llamada de la ciudad que les dé el trabajo que buscan y los separe de su pueblo hasta el fin de semana. Un pueblo solitario porque entre semana todos los que pueden trabajar viven en la ciudad y los que se quedan es porque aún no han conseguido algo. A los niños los cuidan los viejos mientras sus padres están lejos y corren descalzos entre las piedras para jugar con una manguera. Parece un lugar feliz, un lugar sin preocupaciones pero, como siempre, la procesión va por dentro. Es como si supieran lo inevitable del ir y volver a la ciudad, evitar los carros cuando donde viven sólo hay unos cuantos, hundidos hasta el cuello en otras urgencias. Volver a un pueblo donde todos te conocen por tu nombre, donde no se es menos que nadie, donde pueden ver ese río grande que fluye siempre y un tiempo lento que trascurre igual.

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