domingo, 2 de agosto de 2009

Blowin’ in the wind

Llega agosto y con el mes algo increíble. El cielo de esta caliente ciudad se empieza a llenar de cometas. Cientos de cometas, unas junto a otras, sin enredarse sus cordeles, manteniéndose elevadas y estáticas sobre un fondo azul.

La felicidad también puede ser eso, una pequeña mancha roja unida a vos por metros de piola, a merced del viento. La mirada fija al cielo y no pensar en nada más, sin que importe que esa cometa finalmente logre librarse de esa cuerda que la ata, sin que importe tampoco que vuele lejos y caiga junto a otra persona que, talvez, la vea como la veías y busque un poco de pegamento y papelillos de colores para repararla un poco. Algunos ajustes y la cometa, tu cometa, está lista para volver a volar, para mantenerse estática en el cielo nuevamente junto a cientos de cometas, y un día, es probable que levantes al cielo la mirada y reconozcas en un azul tapizado por pequeños puntos de diversos colores, a una pequeña mancha roja que hace que tu corazón se arrugue y el estomago te de vueltas, como cuando el amor es inminente, y la sigues viendo mientras en tus audífonos suena Olsen Olsen o una canción de Juana Molina. Luego ves como la cometa desciende poco a poco y no hacés otra cosa más que desear que el cordel se rompa y que la cometa, tu cometa, vuele y caiga junto a tus pies. Es probable también que después encuentres una nueva que vuele igual, aunque sea de otro color, y las cosas pueden ser diferentes a pesar de que siempre le vas a temer a la fuerza del viento, a la calidad del cordel que en cualquier momento se podría reventar aunque lo bonito sea eso, no saber, no tener la más mínima idea si las cosas van a funcionar, desconocer si va a volar lejos de vos en el preciso instante que esté en el aire o si se va a quedar contigo para siempre. No saber, sólo verla volar y estar cerca.

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