viernes, 7 de agosto de 2009

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Otro rostro. Más máscaras. Un antifaz ahora. Un antifaz como la mitad de una máscara, suficiente para ocultarnos y suficiente para mostrarnos tal como somos. Un antifaz sobre los ojos para, así, no mirar a los de los demás. Los antifaces usualmente vienen acompañados de buenas intenciones, vemos un poco de piel y no nos importa el resto. De buenas intenciones está lleno el camino al infierno y de máscaras adornadas sus paredes. Se podría creer, y son suficientes los argumentos para hacerlo, que al ser relativamente escasa la parte del rostro que cubre, el antifaz es una forma de escape hacia el mundo. Al no estar cubierto totalmente el rostro somos más nosotros de lo que seríamos de cubrirnos total y absolutamente la cara con una máscara corriente. De allí deriva la creencia, popularmente extendida entre nuestros pueblos, de que es mejor medio rostro por ver que ninguno para mostrar. Lo malo de la sabiduría popular es que, a pesar de tener cierto fondo de verdad, se queda en los márgenes y no explica situaciones. No explica, por ejemplo, que ese medio rostro que se ve está tan deformado por el peso del antifaz como lo estaría bajo una máscara, que esos labios que se ven tan normales en realidad se retuercen bajo un dolor indecible. El resultado siempre va a ser el mismo mientras se esté bajo algo, bajo el dolor o bajo una máscara, bajo un yugo que deforma cuerpos y mentes, bajo cualquier influencia.

Entonces es cuando la matemática queda fuera de lugar y un antifaz no es la mitad de una máscara, un antifaz es una máscara tan grande como cualquier otra.

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