lunes, 28 de diciembre de 2009

de Madame Bovary

Madame Bovary, Gustave Flaubert. Segunda parte, capitulo IV, página 177

León se torturaba tratando de hallar un modo de declararse; y, vacilando siempre entre el temor de desagradarle y la vergüenza de ser tan pusilánime, lloraba de desaliento y de deseo. Luego tomaba decisiones tajantes; escribía cartas que después rompía, se daba a sí mismo plazos y después los iba aplazando. A menudo se dirigía a su casa con la idea preconcebida de atreverse a todo, pero su resolución lo abandonaba inmediatamente en presencia de Emma, y cuando Charles, apareciendo de improvisto, le invitaba a subir a su carricoche para visitar juntos a algún enfermo en los alrededores, no dudaba en aceptar, saludaba a la señora y se iba. ¿No era al fin y al cabo su marido algo de ella?

Emma, por su parte, en ningún momento se preguntó si lo amaba. Creía ella que el amor tenía que llegar de súbito, entre grandes destellos y fulgores, como huracán de los cielos que se desencadena sobre la vida, la trasnocha, arranca las voluntades como si fueran hojas y arrastra hacia el abismo al corazón entero. Ignoraba que, en las azoteas de las casas, la lluvia acababa por formar lagos cuyos canalones se obstruyen, y así hubiera permanecido segura de su virtud, de no haber descubierto súbitamente una grieta en la pared.


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