sábado, 26 de diciembre de 2009

316

Otra máscara. La última. La más difícil de arrancar porque la sentimos como un verdadero rostro. La máscara que hemos olvidado que llevamos puesta, la que tiene tan hundidas las cuencas de los ojos que parecen hoyos oscuros, la que en lugar de boca lleva una cicatriz supurante. Una máscara, la de todos los días, la que cargamos cuando creemos que ya no hay nada sobre nuestros rostros. La única máscara de la que no somos concientes y que hace ricos y necesarios a los psicoanalistas. La más peligrosa también, esta máscara, porque hasta que encontremos sus bordes, la delgada frontera que la separa del rostro, y la arranquemos no podremos saber si todo lo que hasta ese momento somos, si todas las decisiones que tomamos, las oportunidades que dejamos pasar, los besos que no dimos, los afectos que obviamos, los errores que cometimos, las victorias que sufrimos, si absolutamente todo lo que no hace ser lo que creemos ser no yace allí, en el piso. Una máscara hecha pedazos, la materialización del ego, el rostro que conocemos.



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