viernes, 1 de enero de 2010

Traslación

Tras esas montañas estaba ella, le habían dicho. Tras las montañas estaba ella. Miró hacia adelante exhausto como trazando su ruta, tratando de adivinar lo que había leído y repasado tantas veces, sólo entonces se acercó a una gran roca junto al camino y descansó por primera vez. Dejó que sobre él cayera la noche sin haberse preparado aún, “dormiré hoy bajo las estrellas y mañana la veré por fin” se dijo aún sabiendo que le sería imposible conciliar el sueño. Se acostó mirando al cielo e intentó dormirse contando estrellas, imaginándola a ella allí mismo y en todas partes. Ahora la recordaba poco, hacía tanto no sabía nada de ella, sólo estaba seguro de esa sensación, un apretarse el corazón, cada vez que repetía para sí ese nombre. Nunca la había visto, únicamente contaba con imágenes vagas, descripciones que en ocasiones se contradecían. Sólo estaba seguro de dos cosas, ese nombre que recitaba entre dientes y que tras la montaña la encontraría, el resto era como un vacío. Junto al fuego, y mirando al cielo en esa fría noche, esperó el amanecer. En unas pocas horas más la vería después de atravesar un mundo, estaba seguro, tras la montaña que se elevaba frente a él estaba ella, le habían dicho. Cuando la luz del sol fue lo suficientemente fuerte como para dejar entrever el camino, el hombre apagó el fuego, tomó maleta, bastón y siguió el camino, tras las montañas, la claridad perfecta de una roma colina frente a él. Mientras ascendía se reencontró con su pasado y la multitud de hechos, en ocasiones ínfimas coincidencias, que lo habían llevado hasta allí. Ya era viejo, lo sabía, y usaba bastón para darle cierta dignidad a sus años, vividos sin mucha intensidad. Sin más pasiones que apostar la décima parte de sus ganancias mensuales en juegos de dados y viajar cada cinco años a una posada junto al mar, el hombre había pasado los últimos cincuenta años de su vida redactando minutas para la oficina de su municipalidad. En resumen, había malgastado su tiempo.

Pero allí estaba ella, la que aguardaba por él tras las montañas, ese nombre que repetía como una oración mientras escalaba ahora, creyendo que, tal vez, repetir ese nombre corto tantas veces lo haría merecedor de algún favor, que la luz que ella emitía se reflejaría por fin en él. Tras las montañas estaba ella, le habían dicho y para él eso era más que un mandato.

Colina abajo, a travesando un pequeño valle de pastos altos, se encontraba un ídolo antiguo. La pesada escultura de piedra había sido olvidada siglos atrás, uno de los pocos vestigios de las invasiones bárbaras. Los brazos de la mujer de piedra se levantaban al cielo en un mar de llamas talladas con precisión, sus cabellos caían sobre unos hombros desnudos, sus ojos de cuencas vacías miraban sin ver hacia el frente, deteniéndose en él, que leía ahora y tocaba en la piedra ese nombre corto de mujer que se repetía. Hace siglos, cuando el culto a la diosa estaba más arraigado entre las gentes de su nación, caminantes de todo el mundo conocido solían visitar al valle de pastos altos en medio de las montañas, derramando sobre la estatua más sangre que la vertida por las 11.000 vírgenes de Etzel, llamado Atila. Algo de la antigua majestuosidad se mantenía, a pesar de que las ruinas hace mucho dominaban el paisaje, algo que no se podía explicar pero se sentía en el viento que bajaba de las montañas cubiertas de nieve desde siempre. Mover la escultura implicaba infinidad de problemas, si conseguía desenterrarla y montarla luego sobre troncos aún tendría que descifrar como sacarla de ese valle rodeado de montañas. Moverla no era una opción, lo sabía de antemano, así que decidió aprenderla. Día a día, grieta tras grieta, el hombre recorrió la estatua haciéndola suya, como si cada imperfección en la maciza roca hubiese sido hecha por él. Cuando tenía hambre caminaba hasta el bosque cercano, cuando tenía sueño dormía junto a la estatua, cuando quería hablar le hablaba a ella.

Tres años habían pasado para el hombre en el momento en que decidió que conocía por completo a la escultura, tres años hasta que estuvo seguro de conocer cada rincón de la diosa. Tomó su bastón, organizó los pliegos de papel donde había dibujado los detalles más significativos e intrincados de la estatua, levantó su maleta y caminó hacía el poniente, tras las montañas. Por meses recorrió los valles extensos y las frías montañas, los idiomas se sucedieron unos tras otros hasta que al llegar al mar las gentes empezaron a hablar como él. Caminando sobre la arena, justo en el lugar donde el mar por fin acaba, súbitamente comprendió que después de cientos de años la diosa estaba viva de nuevo, a pesar de lo limitado de su tiempo. No necesitaría ya tallarla en una roca, la tendría en él. Desde ahora cerraría los ojos y ella estaría, allí por siempre. Incluso si alguien le preguntara como es ella, “¿Cómo es una diosa?” dirían, él podría responder con serenidad, tomándose todo el tiempo del mundo como degustando ese aire de mar que ahora le golpea la cara mientras camina sobre la arena, lo contaría todo y no habría necesidad de atravesar más montañas. Regalaría la imagen de su diosa a quien lo pidiera, esa sería otra forma de mantenerla viva por siempre. Repetiría su nombre por siempre.

De simulacros está hecho el mundo.

(Otro torpe intento para decir algo que he repasado varias veces. Toma uno, como siempre, esperando ahora la toma dos y la tres y la cuatro y todas las que restan, las que sean necesarias para llevar este barco a puerto. Por lo pronto me gusta la frase final, así al principio parezca estar fuera de lugar.)



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