jueves, 23 de diciembre de 2010

Máscaras

Cumplo la promesa en parte. Dije que iba a subir un post random y diario hasta, supongo, el 30 de diciembre. Hoy fallo en este intento aunque técnica- mente este disclaimer funcione un poco. No se dio y el tiempo pasó volando, así que ahora pienso en un par de cosas y me digo “¿de qué forma efectiva puedo rellenar sin ser tan, evidentemente, descarado?”. Nunca se me ha dado el copipestiar, releyendo este texto me doy cuenta que está plagado de anglicismos y palabras que no existen pero, que se le va a hacer, der Zeitgeist weht. Mañana, ante tanta festividad, supongo que tendré que escribir en la tarde o antes que los ánimos se caldeen. Por lo pronto resumo máscaras y más máscaras, las de agosto de 2009, prometiéndoles que, algún día, retomaré uno de los “experimentos” que más me gustó mientras los usé en el blog.


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Otro rostro. Más máscaras. Todos quieren, todo queremos, ver lo que hay debajo de las máscaras. Ver lo que una máscara oculta como si allí radicara la verdad. Bajo la máscara creen, creemos, encontrar una revelación, algo que sea tan hermoso y único que nos dé esperanza. Esperamos encontrar bajo todas las máscaras algo bello e infinito, una visión del cielo que nos recuerde también que no todo es malo y que hay un dios en el cielo que es más que un símbolo. La vana esperanza de que, tal vez, debajo de esto que llamamos rostro, y no es más que una máscara, haya algo más y no una simple abismo infinito.

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Otro rostro. Más máscaras. Más máscaras o ninguna. Imaginar entonces un mundo sin máscaras, sin simulacros sobre nuestros rostros. Sin forma de esconderse de las miradas que se clavan sobre los ojos, sin manera alguna de evitar ser reconocido. Un mundo sin matices y donde todo significa lo que es, lo que se muestra, donde todas las cosas son simplemente eso, todas las cosas; donde todo es significante sin significado. Pronto esta visión del mundo se derrumba, porque nadie soporta ver la verdad en su rostro y en el de los demás, como si esta se repitiera en un único y gigantesco espejo de feria. Pronto todos agacharán sus miradas al suelo evitando verse a los ojos; pronto alguien encontrará un perfecto trozo de madera con dos agujeros equidistantes, lo tomará entre sus manos y sentirá después el frío de la madera junto a sus mejillas, más tarde alzará triunfante su mirada como si contemplara un gigantesco monolito negro caído del cielo.


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Otro rostro. Más máscaras. Un antifaz ahora. Un antifaz como la mitad de una máscara, suficiente para ocultarnos y suficiente para mostrarnos tal como somos. Un antifaz sobre los ojos para, así, no mirar a los de los demás. Los antifaces usualmente vienen acompañados de buenas intenciones, vemos un poco de piel y no nos importa el resto. De buenas intenciones está lleno el camino al infierno y de máscaras adornadas sus paredes. Se podría creer, y son suficientes los argumentos para hacerlo, que al ser relativamente escasa la parte del rostro que cubre, el antifaz es una forma de escape hacia el mundo. Al no estar cubierto totalmente el rostro somos más nosotros de lo que seríamos de cubrirnos total y absolutamente la cara con una máscara corriente. De allí deriva la creencia, popularmente extendida entre nuestros pueblos, de que es mejor medio rostro por ver que ninguno para mostrar. Lo malo de la sabiduría popular es que, a pesar de tener cierto fondo de verdad, se queda en los márgenes y no explica situaciones. No explica, por ejemplo, que ese medio rostro que se ve está tan deformado por el peso del antifaz como lo estaría bajo una máscara, que esos labios que se ven tan normales en realidad se retuercen bajo un dolor indecible. El resultado siempre va a ser el mismo mientras se esté bajo algo, bajo el dolor o bajo una máscara, bajo un yugo que deforma cuerpos y mentes, bajo cualquier influencia.

Entonces es cuando la matemática queda fuera de lugar y un antifaz no es la mitad de una máscara, un antifaz es una máscara tan grande como cualquier otra.

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