viernes, 7 de septiembre de 2007

Desde el patio de atrás (Lo que quería ser cuando grande)

Me acuerdo que cuando tenía poco más de siete años solía jugar con mi mejor amigo de la época (los tiempos y las personas cambian) a los científicos locos (!!!) A mi también, justo ahora, me sorprende que jugar al científico loco fuera una de mis pasiones en la época del racionamiento eléctrico del presidente César Gaviria. Tal vez, viéndolo desde donde lo veo, a casi quince años de distancia, eso diga más de mí que cualquier cosa, más que cualquier examen genético o de ADN.
Jugaba con mí siempre aliado compañero científico loco a la dominación mundial, o para ser más precisos, a los preliminares de tal hazaña. Los preparativos consistían en desarrollar una bacteria mortal, tipo Twelve Monkeys pero sin viajes al pasado, y dar el ultimátum a la ONU o a los Estados Unidos, muy divertido todo, muy secreto todo. Los únicos que jugábamos éramos los dos, todo estaba envuelto en una especie de misterio, incluso teníamos un tubo de ensayo donde, gracias a nuestra prolija imaginación, conservaríamos la bacteria que nos llevaría a la control del orbe.
La confirmación de todo vino un día en clase, creo que estaba en tercero o cuarto de primaria y la profesora, seguro que era una ella, nos preguntó a todos y cada uno que queríamos ser cuando grandes. La pregunta trajo multitudes de doctores, arquitectos, astronautas y un solo, único y feliz científico loco. Me sentí bien, creo, al revelar mi identidad secreta y mis planes para el dominio mundial. Que todos miraran un poco asombrados, hasta los astronautas que deberían preocuparse más por la Luna o Saturno, fue aún mejor. La profesora no dijo nada, la profesora dejó de preguntar y nos dejó tarea de matemáticas para la próxima clase.
También intenté construir un robot, ya que como científico loco que iba a ser, debía manejar varias ramas de la ciencia. Busqué entonces entre las herramientas de mi papá y saqué varias tuercas y tornillos para construir lo que sería mi más grande invento. Recuerdo que construirlo fue especialmente fácil, juntar las tuercas y tornillos, darle una forma vagamente humana, casi como si lo moldeara con barro. Lo último, lo difícil, era darle vida, busqué entre las herramientas de mi papá todavía regadas en el piso y encontré un enchufe y cables. No me es difícil imaginar mi cara de alegría, la electricidad de seguro le daría vida a mí invención. Rápidamente los instalé en mi humanoide y lo conecté a un toma, como el doctor Frankestein pude gritar “está vivo, está vivo” mientras el monstruo se levantaba y daba sus primeros y torpes pasos en medio de rayos y centellas de una tormenta de novela victoriana… aunque en realidad no había energía eléctrica en ese momento. Gracias al presidente Gaviria y los apagones, algunas mañanas, algunas tardes y algunas noches en la Colombia de 1992 se pasaban jugando rayuela o leyendo cuentos. Me acuerdo que ese día le mostré a mi mamá el invento, le enseñé como el robot era pieza clave en la estrategia de dominación y el sistema que lo proveía de energía. Me acuerdo, y ahora ella me lo recuerda, que me quitó a mi autómata y me explicó los peligros de la electricidad, recuerdo que la odie por eso solo un momento, hasta que fue hora de salir y jugar, la bacteria todavía no estaba lista, debía ir donde mi compañero científico loco para arreglar las cosas, la conquista del mundo estaba tan cerca…