sábado, 17 de abril de 2010

Sofía, la imaginaria

Otra versión, más de lo mismo. Lo primero, o segundo, que subí a este blog en el ya lejano año de 2007. Otro mantra que se repite ahora.

Sofía es así, porqué así la imaginé yo. Alta, ingenua, hermosa, cabello corto y negro, ojos verdes, boca roja y labios insinuantes. Suficientemente joven para despertar el deseo, de manera casi inconciente, en mis viejas carnes.

Es mía y aún así no vive conmigo. Sofía viene sólo cuando la llamo, con una sonrisa que deja adivinar las treinta y dos piezas de blanco mate que se esconden tras sus labios. Sofía da dos pasos y está a mi lado. Me mira y sonríe. Yo la miro y un impulso indecible me obliga a golpearla justo allí, donde esa mancha roja transforma su rostro. Sofía cae y limpia el abundante flujo de sangre con su lengua. Cierra los ojos, su lengua se encarga de recorrer sus aún más rojos labios. Avanzo hacia ella y de nuevo ese impulso, que hasta ahora no controlo, me obliga a arrancar metódicamente su corto vestido. Sofía se deja abordar por miles y miles de dedos. Ellos la recorren, forman imágenes y dibujos sobre su cuerpo que desaparecen tras cada contracción.

Se podría pensar que a Sofía le encanta esa vida pero no, ella es virgen e inocente. En mi imaginación se forma como en el primer día que la soñé y se mantiene así cada vez que me visita, y aunque Sofía está viviendo con un hombre en estos momentos, su apellido es Schumann o algo así, ella sigue volviendo a mi llamado cada vez más bella, conservando la inocencia de ese primer sueño.

El otro día había llamado a Sofía y está se demoró más de lo habitual. Nunca antes me había hecho esto y me pareció extraño. Tomé su retraso como signo de algo más grave aún. Cuando Sofía llegó sonriendo y mostrando las teclas blancas de sus dientes, encontró en mí una muralla infranqueable. No quería saber nada de ella. Era increíble que siendo yo el dueño de sus días, fuera menos importante para ella que el tal Schumann; pero cuando la miré de nuevo y vi que su sonrisa se había esfumado y con ella su belleza y juventud, decidí darle otra oportunidad. Yo también había imaginado a Schumann y, además, era yo quien había puesto las condiciones de nuestro juego. Opté por perdonarla para que su piel recobrara su brillo, para que dejara de parecerse a mí, entonces su cuerpo se dejó acariciar una vez más, como lo hace ahora y como lo ha hecho desde que la formé en mi mente.

Sofía hoy llegó mucho más rápido que de costumbre, lo que me sorprendió un poco pero no sobremanera. Llevaba un pequeño vestido rojo, de esos que usan las niñas ahora y que dejaba adivinar unas pequeñas bragas color negro que contrastaban con la palidez de su piel. Empezamos nuestro ritual y se dejó usar como siempre. Su boca roja aún más roja y rota. Mis dedos en su cuerpo, recorriendo cada espacio, cada intersticio, cada lugar, en su boca el pulgar y en su muslo el anular, y luego, con una mano buscar en uno de los cajones de la cómoda. Tocar a Sofía por dentro y por fuera, conocer sus secretos y untarla de ella misma. La mano sale del cajón portando un afilado cuchillo. Sofía entre expresiones de placer y exclamaciones mudas me hace un ademán. Comprendo que es hora de llegar a otro nivel. Con el cuchillo recorro su cuerpo suave y metódicamente, el poder de la rutina me envuelve y empiezo con sus pies. Anular, índice, corazón, uno a uno sus dedos caen al piso, y ni ella ni yo somos capaces de ocultar el éxtasis que esto nos suscita.

Su blanca carne se cubre de sangre y mi lengua recorre cada mancha roja en su cuerpo. Sofía me pide que prosiga y yo, dándome cuenta del olvido, pido excusas y entierro mi cuchillo en su muslo. Un leve sonido de placer inunda mis sentidos, la sangre brota y se confunde en su sexo provocando cada noche un grito ahogado que se repite. Sofía se retuerce y toma en sus manos mi cuchillo, lo agita de arriba abajo destruyendo sus perfectas manos en el acto, las mira y el éxtasis aumenta. Frota las sanguinolentas manos en sus senos y luego en mi pecho, mientras me uno a ella en un sólo beso, en una sola caricia. Trato de estirar el momento, pero por lo general en este punto Sofía ya está exhausta. La dejo desvanecer entre promesas y reclamos. Ahora me encuentro solo. Tomo el cuchillo en la mano y hago, como cada noche, una pequeña marca en mi brazo, simbolizando así nuestra nueva unión. Limpio de éste la sangre restante, me miro al espejo y una horrible y desconcertante pregunta me aborda siempre. -¿No será tiempo ya para cambiar de brazo?

Entonces, sólo me sobreviene el llanto.

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