sábado, 11 de septiembre de 2021

Puños, como verdades (tercer día)

Como estoy inmerso, o quizá no tanto, en este llamado proceso terapéutico que es escribir para mí en esta especie de diario virtual que es personal, y a la vez no tanto, enciendo el computador cada vez que se me ocurre algo que es meritorio contar. Y cuento un recuerdo. Una memoria que vino a mí hoy, de cuando estudiaba en el colegio y creía que tener 26 eran tener muchos años y que tener 36 era una cosa inconcebible y fuera de este mundo. Escribo desde una edad que duplica a la que tenía en el momento en el que vivía este recuerdo.  ahora, luego de esta introducción gigantesca que acabo de hacer, siento que debo honrar al lector con una revelación que los haga reflexionar sobre sus vidas, sobre su devenir. Quizá no tanto. No es así. Como lo dije, la terapia es escribir para mí. 

En este tercer día entonces, traigo el recuerdo de un salón de clases una mañana antes del cambio de milenio. Un salón vacío, con las filas de pupitres desalineadas pero nuevos. Lienzos que se llenaron pronto de todo lo que sale de la mente de un quinceañero. Recuerdo el marco de las ventanas de color gris, la puerta que no era más que barrotes del mismo color. y yo, en un descanso/recreo comiendo en el salón vacío. Yo tomando una gaseosa Pepsi y yo, con deliberada maldad, arrojando ese vaso medio lleno por la ventana con la esperanza de atinar a alguien. Lo logré. 

Los siguientes segundos fueron de confusión. ¿Debería sentirme orgulloso por lo hecho? Evidentemente no, pero la persona que yo era hace tantos años no pensaba en esas cosas. Vivía, creo, en ese perpetuo presente de muchos adolescentes sin saber que iba a hacer mañana o al día siguiente. Entonces lo escuché antes de verlo. En frente mío, el uniforme blanco del colegio con una mancha oscura de la Coca Cola que no es. Y el miedo, lo recuerdo, el miedo más atroz ante unos ojos preparados para acabar con este mundo. Creo que es el primer recuerdo de esa sensación que tengo. Terror de enfrentar las consecuencias de mis actos. Lo que sigue es una acción de extrema piedad. El contrariado otro de pronto ve en mis ojos reflejado todo el odio que siente o le recuerdo a un amigo de la infancia o tiene una lucida epifanía sobre la acción que va a cometer y que lo va a llevar a la cárcel, quizá no tanto. El hecho es que en lugar de golpearme, como lo merezco, golpea al pupitre que está al lado mío. Luego sale y no lo vuelvo a ver. Me siento y no pienso más. es decir, sí pienso en eso pero solo pienso en eso. No hay nada más para mí ese día. La clase empieza y termina. Yo viajo en el bus recordando esos ojos y para mí eran la muerte. La muerte a la que nunca antes había mirado a los ojos recordándome que las acciones tienen reacciones. Las leyes de la termodinámica. Ese recuerdo vuelve a mí hoy, cuando miro al mundo con miedo o quizá no tanto. Cuando siento temor o quizá no mucho. Cuando pienso que mis acciones tienen más que consecuencias. 

PD: Como imagen un fotograma de El viaje de Chihiro o Spirited Away que este año cumplió 20. Larga vida a Miyazaki y a todo Ghibli. 

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