
Siempre he dicho que en uno de los pocos lugares donde se puede ser auténticamente feliz, además de una colina o junto a ella, es una cancha de fútbol. Un rectángulo perfecto de césped sin medidas reglamentarias y dos piedras delimitando la línea de gol o un campo casi sagrado como Wembley y una multitud gritando tu nombre. No importa, la esencia es la misma, tratar de dominar un balón en Copacabana o empujar un pelota naranja entre la nieve en Rusia debería inundar el cuerpo con el mismo shock químico que una dosis de heroína. Pero todo se pervierte y el fútbol ahora es un negocio más, con poca mística y muchas campañas publicitarias, con jugadores inflados por los medios y giras asiáticas al concluir la temporada. Si yo hubiese podido ser futbolista profesional, nada me habría gustado más que jugar en una liga pequeña y en una ciudad pequeña, jugar en algún país del escandinavo o incluso en Holanda o Bélgica por encima de las ligas como la inglesa, española, italiana o alemana. Hacer un contrato largo por no muchos euros y jugar en noviembre en una cancha casi congelada, ver el atardecer temprano, casi a las cuatro de la tarde, cerrar los ojos y todo es muy parecido a los juegos torpes de la infancia, el mismo dolor salado en los ojos, los mismos pelones en las rodillas, el mismo centro bombeado al área y sólo rozar la pelota con la cabeza, como una exhalación.
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