miércoles, 26 de marzo de 2008

La mente da en el poste


Por Juan Villoro

Supongo que al final de un torneo de ajedrez Karpov y Kasparov ven los rostros como una oportunidad de que la nariz se convierta en un caballo y se coma un ojo. Lo mismo pasa con el enfermo de fútbol. Para desacreditar de una vez cualquier asomo de sensatez en estas páginas, confieso que una tarde de fiebre resolví que, si los jarabes fueran futbolistas, la más temible media cancha estaría integrada por los contundentes Robitussin, Breacol y Zorritón. El aficionado in extremis lleva una pelota entre los oídos. Rara vez trata de defender lo que piensa porque está demasiado nervioso pensando en lo que defiende. Cuando los suyos pisan el pasto, el mundo, el balón y la mente son una y la misma cosa. Con absoluto integrismo, el fanático reza o frota su pata de conejo; en ese momento Dios es redondo y bota en forma inesperada.

Sería exagerado decir que todas las minorías ajenas al fútbol le profesan enemistad. A pesar de las obvias carencias de quienes creen que gritar "¡Síquitibum!" sirve de algo, hay quienes no honran al fútbol con otra reacción que la indiferencia. Pero tampoco falta el que ofrece sus cerillos para que el fútbol arda en hogueras ejemplares. Odiar puede ser un placer cultivable, y acaso las canchas cumplan la función secreta de molestar a quienes tienen honestas ganas de fastidiarse. Cada tanto, un Nostradamus sin otro apocalipsis en la agenda ve un partido, se chupa el dedo y decide que el viento sopla en pésima dirección. ¿Cómo es posible que las multitudes sucumban a un vicio tan menor? El diagnóstico empeora cuando el Mundial interrumpe las sobremesas y los matrimonios: los amigos que parecían lúcidos hablan de croatas impronunciables. Sin embargo, despotricar contra los malos gustos es inútil; nuestra amiga María preferirá hasta la eternidad los mangos verdes y Nicole Kidman galanes imposibles de elogiar.


El oficio de chutar balones está plagado de lacras. Levantemos veloz inventario de lo que no se alivia con el botiquín del masajista: el nacionalismo, la violencia en los estadios, la comercialización de la especie y lo mal que nos vemos con la cara pintada. Todo esto merece un obvio voto de censura. Pero no se puede luchar contra el gusto de figurarnos cosas. Cada aficionado encuentra en el partido un placer o una perversión a su medida. En un mundo donde el erotismo va de la poesía cátara a los calzones comestibles, no es casual que se diversifiquen las reacciones. Los irlandeses aceptan el bajo rendimiento de su selección como un estupendo motivo para beber cerveza, los mexicanos nos celebramos a nosotros para no tener que celebrar a nuestro equipo, los brasileños enjugan sus lágrimas en banderas king-size cuando sólo consiguen el subcampeonato y los italianos lanzan el televisor por la ventana si Baggio falla un penal.





El hombre en trance futbolístico sucumbe a un frenesí difícil de asociar con la razón pura. En sus mejores momentos, recupera una porción de infancia, el reino primigenio donde las hazañas tienen reglas pero dependen de caprichos, y donde algunas veces, bajo una lluvia oblicua o un sol de justicia, alguien anota un gol como si matara un leopardo y enciende las antorchas de la tribu.

En sus peores momentos, el fan del fútbol es un idiota con la boca abierta ante un sándwich y la cabeza llena de datos inservibles. Es obvio que la Ilustración no ocurrió para idolatrar héroes cuyas estampas aparecen en paquetes de galletas ni para aceptar el nirvana que suspende el juicio y la mordida. La verdad, cuesta trabajo asociar a estos aficionados con los rigores del planeta postindustrial. Pero están ahí y no hay forma de cambiarlos por otros.

En sociedades descompuestas Hamlet es una incitación a matar padrastros y el fútbol a cometer actos vandálicos o declarar la guerra. Para ser legítimas, las taras de los hinchas deben resultar tan inofensivas como la costumbre que los futbolistas tienen de escupir. Quienes hemos corrido infructuosamente tras un balón sabemos que escupir no sirve para nada, pero escupimos. Se trata de un mantra, como el del tenista que se concentra acariciando las cuerdas de su raqueta, sólo que más guarro. Llegamos a un punto esencial: si combatir al fútbol es tan infructuoso como perder el ánimo ante la supervivencia de las estudiantinas, elogiarlo carece de efecto proselitista. Nadie se convence "en teoría" de extasiarse con un gol. Hablar de un entusiasmo tan compartido y vulgar depende de otras claves: alargar en palabras los prodigios instantáneos, imaginarlos minuciosamente hasta que se conviertan en un dominio autónomo, un edén podado al ras. En suma: sustituir a un Dios con prestaciones que no trabaja los domingos.


En los partidos de mi infancia, el hecho fundamental fue que los narró Ángel Fernández, capaz de transformar un juego sin gloria en una trifulca legendaria.

Las crónicas de fut comprometen tanto a la imaginación que algunos de los grandes rapsodas han contado partidos que no vieron; casi ciego, Cristino Lorenzo fabulaba desde el Café Tupinamba; el Mago Septién y otros pocos lograron inventar gestas de béisbol, box o fútbol, a partir de los escuetos datos que llegaban por telegrama a la estación de radio.

Por desgracia, no siempre es posible que Homero tenga gafete de acreditación en el Mundial y muchas narraciones carecen de interés. Pero nada frena a pregoneros, teóricos y evangelistas. El fútbol exige palabras, no sólo las de los profesionales, sino las de cualquier aficionado provisto del atributo suficiente y dramático de tener boca. ¿Por qué no nos callamos de una vez? Porque el fútbol está lleno de cosas que francamente no se entienden. Un genio curtido en mil batallas roza con el calcetín la pelota que hasta el cronista hubiera empujado a las redes; un portero que había mostrado nervios de cableado de cobre, sale a jugar con guantes de mantequilla; el equipo forjado a fuego lento, pierde de golpe la química o la actitud o como se le quiera llamar a la misteriosa energía que reúne a once soledades. Los periodistas de la fuente deben dar respuestas con detalles que las hagan verosímiles: el abductor frotado con ungüento erróneo, la camiseta sustituta del equipo (es horrible y provoca que fallen penaltis), el osito que el portero usa de mascota y fue pateado por un fotógrafo de otro periódico.

El novelista que analiza tobillos eminentes puede ensayar conjeturas más desaforadas e indemostrables. Ya lo dijo Nelson Rodríguez: "Si los datos no nos apoyan, peor para los datos." La indagación literaria del fútbol parte de un presupuesto: la mente decide los partidos y jamás sabremos cómo opera. Lo importante resulta imponderable; los lances no derivan del rendimiento atlético sino de una habilidad secreta. Zidane filtra el balón a un hueco donde no ocurre nada pero ocurrirá Raúl; Romario hace un quiebre y prepara el perfil izquierdo: todos los ojos del estadio miran el ángulo equivocado; Valderrama se detiene, baja los brazos y duerme de pie, su siesta representa la forma más sorpresiva del ataque: la pausa.

Al escrutar estos asombros, el cronista renuncia a tener la razón absoluta; juega contra su sombra al modo de Gesualdo Bufalino: "Cada día lanzo penaltis contra mí mismo. Por gracia o por desgracia doy siempre en el poste". El fútbol es una condición subjetiva. Imposible saber si acertamos al interpretarlo. No hay solución a la infinita tarea de confundir el balón con la cabeza.

domingo, 23 de marzo de 2008

Simplemente fútbol

Ayer el fútbol me dio dos alegrías supremas. A primera hora, mi segundo equipo más amado, la Juventus de Turín, derrotó al puntero, a la escuadra llamada a ser campeona de Italia otra vez más. La Juve le ganó por dos a uno al Internazionale de Milán en su propia casa, en su propio Giuseppe Meazza. Los goles llegaron en el segundo tiempo, primero el italo-argentino Mauro Germán Camoranessi abrió la puerta del triunfo y pocos minutos después el franco-argentino David Trezeguet aumentó la cuenta, por los interistas marcó el portugués Maniche. En Italia las cosas se ponen buenas, la ventaja que en cierta época se consideraba casi insalvable a favor del Inter ahora es sólo de 4 puntos ante la Roma, su más inmediato perseguidor. La Juve no está cerca de la punta pero no importa, le ganó al líder y dejó claro que si volvimos a la serie A es a ganarlo todo y a todos.




Más tarde, mi más grande amor futbolístico, el rojo, el América de Cali derrotó en el clásico caleño al Deportivo Cali por cuatro goles a cero. Si bien hace quince días el América había caído ante este mismo rival por uno a cero en un partido lleno de problemas y peleas entre hincha y policía como ya lo había explicado en una entrada previa. Pues en este partido, donde todos esperábamos el resurgimiento del rojo luego de dos derrotas consecutivas, la última ante la Equidad en Bogotá por 4 a 0, las cosas cambiaron radicalmente. El estadio se vistió de blanco, hinchas rojos y verdes cambiaron el uniforme de su equipo por un blanco que reflejaba el deseo de todos de vivir un clásico en paz. Dos goles del panameño Luís Tejada y dos de adriancho, Adrián Ramos, le dieron una victoria amplia y merecida. Una vez más el América volvió a jugar bien, ordenado y rápido, además se destacaron las actuaciones de Pablo Armero y del arquero uruguayo Adrián Berbia, quien en el primer tiempo, y mientras el partido aún estaba empatado, sacó dos opciones claras de gol para el Cali.
Dos alegrías infinitas, como me he cansado de repetir, me dio el fútbol ayer. Pero la alegría no solo la da la victoria, no soy tan resultadista. Ganamos ambos partidos, jugando bien, sin humillar a los rivales, marcando cuando era necesario y sabiéndose replegar. Simplemente jugamos, simplemente ganamos, simplemente es un juego, el mejor y único. Todo esto es simplemente fútbol.

miércoles, 19 de marzo de 2008

Movete rojo movete

Vuelvo a petición de Valentina, mi única lectora!!!

Hace poco hablaba con un amigo en el trabajo. Me decía que es curioso que en la infancia se tome una decisión más importante que la religión o el partido político, una decisión que forma nuestra personalidad, a Freud le hubiera encantado analizar este tema, y que es irreversible hasta el día en que muramos o que nos volvamos locos. Escoger un equipo por el cual simpatizar, que a veces es el del padre pero no siempre, es una decisión trascendental en la vida de todo hombre. Vestirse desde niño con los colores de tu equipo, aprenderse lo nombres de esos dos delanteros argentinos y ese defensa paraguayo cuando aún no se sabe ni siquiera sumar. Verse algún partido sin que te importe el resultado.

Cuando se crece las cosas cambian un poco. Ser hincha de un equipo se convierte en una decisión radical y con pocos matices. Se es hincha o no se es. Se va al estadio y se putea o se escucha por radio, no más. Parece que las opciones se reducen y la violencia en el estadio o entre hinchadas aumenta. Hace unos pocos días, en Argentina, un hincha de Vélez Sarfield resultó muerto en una riña y un hincha de Boca recibió una puñalada en el pecho. Acá en Colombia, el 8 de marzo, durante el clásico caleño que enfrenta al América contra el Deportivo Cali hinchas americanos se vieron enfrentados contra policías antimotines que se metieron a la tribuna. El saldo final no arrojó muertos pero si más de 80 hinchas del América heridos y un policía hospitalizado con varias puñaladas.



Es triste que ahora lo extrafutbolístico supere a lo futbolístico. Los jugadores mass mediáticos, las giras asiáticas, la violencia en el estadio. Ya poco importa lo que pase en la cancha mientras Beckham venda camisetas a 100 dólares. El América – Cali de hace quince días venía precedido de un gran momento para ambas escuadras. Los dos habían ganado varios partidos en línea y se peleaba por la punta, el Cali jugando ordenado y manejando tiempos, el América con un juego rápido, vistoso y punzante. El estadio era una caldera el América, el diablo rojo, oficiaba de local pero fue el visitante quien arrancó en ventaja. A los 15 minutos del primer tiempo el Deportivo Cali marcó el primero, el resto del partido el rojo se fue arriba pero el gol no se daba. En el minuto 35 del segundo tiempo el partido se detuvo, en la parte alta de la tribuna sur del Pascual Guerrero los hinchas rojos se enfrentaban en una batalla campal contra la policía. En la cancha el arbitro detenía el partido y el técnico americano, Edison Umaña, le conectaba un recto de derecha al rostro del técnico uruguayo del Cali. Lo que se suponía una fiesta, lo que se antojaba como el mejor clásico de los últimos años terminó antes de tiempo con los equipos corriendo a resguardarse en el camerino. Los siguientes días fueron de diferentes versiones y arrepentimiento. Los técnicos de ambos equipos se reunieron con las autoridades locales y se estrecharon la mano para la fotografía, el alcalde de la ciudad cerró la tribuna sur por 10 fechas para el América, posteriormente bajó la sanción a sólo dos, y las cabezas de la barra Barón Rojo, la responsable del incidente, se comprometían a realizar diversas labores sociales en la ciudad e incluso a reparar el estadio. Este sábado hay clásico de nuevo, esta vez el Deportivo Cali oficia de local y todos esperamos que no se repita ni el bochornoso espectáculo en la tribuna ni el marcador favorable al Cali.

Aún no se conoce en realidad lo que pasó ese sábado en la tribuna sur. Diversas versiones apuntan a que la policía, en una tradición muy colombiana, intentó sacar a los hinchas 15 minutos antes de concluir el partido lo cual habría desatado la bronca. Otros dicen que alguien gritó que había una persona con el escudo del Deportivo Cali tatuado en la espalda y eso llevó a que todos se arrancaran las camisas mostrando su respectivo diablo americano. También se afirma que las rivalidades entre facciones de la barra causaron el enfrentamiento, lo que si es seguro es que por un tiempo, los que somos hinchas del América y sufrimos cada partido vamos a dejar de oír, por un tiempo, a todo el Barón en coro, gritando, “movete rojo movete, dejáte ya de joder”.

También lo pueden encontrar acá. El nuevo proyecto de uno de los emepitris.