domingo, 28 de septiembre de 2008

Grande Bukowski

Unas cuantas citas de su libro El Cartero...

¿Seguridad? Podías tener mucha seguridad en la cárcel. Tres paredes y ningún alquiler que pagar, nada de utilidades, ni impuestos, ni mantenimiento infantil. Nada de licencias de circulación. Nada de multas de tráfico. Nada de sanciones por conducir en estado de ebriedad. Nada de pérdidas en el hipódromo. Atención médica gratis. Camaradería con gente con intereses similares. Iglesia. Funeral y enterramiento gratuitos.


Tenía el diccionario a mano. De vez en cuando lo abría por una página, encontraba alguna palabra larga e incomprensible y construía una frase o un párrafo a partir de ella.



-¿Cómo puedo trabajar 12 horas por noche, dormir, comer, bañarme, hacer los viajes de ida y vuelta, ocuparme de la lavandería y la gasolina, el alquiler, cambiar neumáticos, hacer todas las pequeñas cosas que han de hacerse y todavía estudiar el esquema? -le pregunté a uno de los instructores

-No duerma -me dijo.

Le miré. No estaba tocando el trombón. El condenado imbécil hablaba en serio.


Entonces me tumbé. Cerré los ojos. Algo me despertó. Abrí los ojos. Justo a tiempo de ver el enorme árbol cubierto de luces encendidas caer lentamente hacia mí, la estrella de la punta bajando como una daga. No sabía bien qué pasaba. Parecía el fin del mundo. No pude moverme. Las ramas del árbol me envolvieron. Estaba bajo él. Las bombillitas ardían
-¡OH, OH, DIOS MIO, PIEDAD! ¡SEÑOR AYUDAME! ¡CRISTO! ¡CRISTO! ¡SOCORRO!
Las bombillas me estaban quemando. Me eché hacia la izquierda, no pude salir, luego me eché a la derecha.

-¡ARGH!
Finalmente conseguí salir arrastrándome. Betty estaba arriba, de pie.
-¿Qué ha pasado? ¿Qué ocurre?

-¿ES QUE NO LO VES? ¡ESTE CONDENADO ARBOL

HA INTENTADO ASESINARME!
-¿Qué?
-¡SI, MIRAME!

Tenia manchas rojas por todo mi cuerpo.

-¡Oh, pobrecito, mi niño!

Me levanté y quité el enchufe. Las luces se apagaron. La cosa estaba muerta.
-¡Oh, mi pobre árboll

-¿Tu pobre- árbol?

-¡Sí, era tan bonito!

-Lo levantaré por la mañana. Ahora no me fío de él. Le voy a dar el resto de la noche libre.


Había ido al hipódromo después de los otros do

s funerales y había ganado. Había algo en los funerales que te hacían ver las cosas mejor. Un funeral diario y sería rico.



Había sido un domingo brutal. Habían venido algunos amigos de Fay, se habían instalado en el sofá y habían empezado a cacarear lo grandes escritores que eran, realmente lo mejor de la nación. La única razón de que no fueran publicados era, decían, porque no enseñaban su obra a los editores.

Yo los había mirado. Si escribían conforme a su aspecto, tomando sus cafés, soltando risitas y mojando sus rosquillas, daba igual que enseñasen su obra a los editores o que se la guardasen metida en el culo.



Miré a través del cristal. La enfermera me señaló a mi hija. Su cara estaba muy roja y lloraba más fuerte que ningún otro bebé. La sala estaba llena de bebés pegando berridos. ¡Tantos nacimientos! La enfermera parecía sentirse muy orgullosa de mi bebé. Al menos esperaba que fuera el mío. Levantó a la niña en alto para que pudiera verla mejor. Yo sonreí a través del cristal. No sabía qué hacer. La niña simplemente lloraba delante mío. Pobre cosa, pensé, pobre y condenada cosita. No sabía entonces que algún día llegaría a ser una hermosa muchacha con la misma jeta que yo, jajaja.



Fay tenía una mancha de sangre en la comisura izquierda de su boca y yo se la limpié con un pañuelo mojado. Las mujeres estaban hechas para sufrir, a pesar de eso pedían constantes declaraciones de amor.



Apreté la mano de Fay y la besé en la frente. Ella cerró los ojos y pareció quedarse dormida. No era una mujer joven. Quizás no había salvado el mundo, pero habla hecho una importante mejora. Un diez para Fay.



-En 1912, cuando construyeron el edificio...

-¿1912? ¡Hace más de medio siglo! ¡No me extraña que este sitio parezca la casa
de putas del Kaiser!



Por la mañana era de día y yo seguía vivo.

Quizás escriba una novela, pensé.

Y eso hice...